Tras vencer al Minotauro, Teseo partió de vuelta a Atenas llevándose consigo a la princesa Ariadna. Pero a mitad del camino una poderosa tormenta obligó a la nave de Teseo a amarrar en Naxos, donde pasaron la noche. Al despertar, Ariadna se sorprendió al darse cuenta de que estaba completamente sola y, echando un vistazo al mar, observó las negras velas de la nave ateniense alejándose a través del horizonte.
La princesa cretense maldijo a su prometido Teseo por haberla abandonado en aquella remota isla, y se hundió en un océano de pesar y tristeza. Los llantos de la joven llegaron hasta la diosa Afrodita, quien se apiadó de ella y la consoló dulcemente, prometiéndole que un nuevo amante, esta vez inmortal, reemplazaría a aquel amor terrenal que había perdido.
Y, tal como la diosa de la belleza había profetizado, un buen día Ariadna se cruzó con un grupo de ninfas y sátiros que danzaban alegremente. Se trataba del séquito del dios Dioniso, quien nada más posar los ojos en la apenada joven sintió la llamada del amor.
Ambos se casaron y, como regalo de boda, Dioniso obsequió con una hermosa corona de oro y gemas a su flamante esposa. El matrimonio fue feliz hasta el fin de sus días, pero llegó el tiempo en que las moiras reclamaron a Ariadna, como mortal que era, para sí. Al morir Ariadna, Dioniso lanzó la corona nupcial hacia el cielo. Y desde entonces las gemas brillan en el firmamento, convertidas en las estrellas de la constelación de Corona Borealis.
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