La flota aquea había quedado fondeada en Áulide. El mar estaba en calma y no soplaba ni la más mínima brisa que permitiera la navegación hacia Troya, su destino. Calcas, el adivino que los acompañaba, le dijo a Agamenón que la situación no cambiaría mientras no ofreciera un sacrificio a Ártemis.
La diosa estaba ofendida con el líder de los aqueos por haber presumido durante una de sus cacerías diciendo un: “¡Ni Ártemis!”. Pero su enfado se remontaba más allá. Su padre, Atreo, había prometido sacrificarle una cordera dorada años atrás y no lo había hecho. Para compensarla, Agamenón debería sacrificar a una de sus hijas.
El rey micénico se negó en un primer momento, pero finalmente se convenció de que debía hacerse y envió a Odiseo y a Taltibio —o a Diomedes— a Micenas para traer a su hija Ifigenia. Odiseo tuvo la idea de engañar a Clitemnestra, la reina, diciéndole que el motivo era que iban a darla en matrimonio a Aquiles como pago por participar en la expedición aquea.
La joven llegó a Áulide y su padre la colocó en el altar, dispuesto a degollarla. En el último momento, Ártemis se apiadó e hizo aparecer una nube que envolvió el altar, privando a los asistentes de la vista. Entonces sustituyó a la joven por un ciervo y a ella se la llevó a la Táuride, donde la instruyó para ser su sacerdotisa. Algunos dicen que, además, la hizo inmortal.
Tras ser aplacada, Agamenón y los aqueos pudieron por fin zarpar.
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