Para el sexto trabajo, el rey Euristeo mandó a Heracles a la Arcadia. Allá había un lago, el Estínfalo, donde se habían instalado unas peligrosísimas aves. De gran tamaño, se dice que comían carne humana y eran capaces de atacar a su presa lanzando las plumas como si fuesen flechas, o incluso destrozando a picotazos las armaduras de aquellos incautos que se atrevían a acercarse a sus dominios.
Las aves eran tan numerosas que ni siquiera el aguerrido Heracles sería capaz de dar muerte a todas con su arco; no, al menos, antes de que éstas se abalanzasen en masa hacia él y le atacasen hasta matarlo. Por suerte, mientras Heracles intentaba inútilmente encontrar una solución a este nuevo desafío, ante él apareció de repente la diosa Atenea, quien con toda intención le entregó unos aparentemente inocentes crótalos. Heracles no tardó en darse cuenta del ingenioso plan de la diosa. Así que, subiendo a lo alto de una montaña cercana, el héroe tebano hizo chocar los pequeños platillos de bronce entre sí produciendo un estridente ruido que, aumentado de potencia gracias al eco, se volvió completamente ensordecedor.
Las aves, al escuchar tal estruendo, alzaron inmediatamente el vuelo y huyeron a toda prisa del lago, momento que aprovechó Heracles para tomar su arco y derribar a varias de ellas en la precipitada huida. Esto no hizo sino aumentar la urgencia de las aves, que cruzando de una punta a otra el Egeo no tomaron tierra hasta llegar a la lejana isla de Ares, en el Mar Negro, donde permanecerían por siempre en el olvido[i].
[i] Al menos hasta que, un buen día, unos famosos navegantes, conocidos como los Argonautas, decidiesen atracar en ella. Pero esa es otra historia…
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