Para su octavo trabajo, a Heracles se le encargó robar a las cuatro violentas yeguas, comedoras de carne, que poseía el rey Diomedes de Tracia. Éste las tenía encadenadas en sus establos y solía alimentarlas con las pobres víctimas que, inocentemente, llegaban como huéspedes a la corte de Diomedes.
Acompañado por su amado Abdero, un valiente héroe hijo de Hermes, y varios voluntarios más, Heracles consiguió escabullirse dentro de las caballerizas del palacio de Diomedes y robaron, no sin cierto riesgo, las yeguas y se las llevaron cerca del mar, pues pretendían trasladarlas en barco. Pero para entonces Diomedes había sido informado por uno de sus sirvientes del robo perpetrado por Heracles, y puso en movimiento a su ejército.
Ante la llegada de los soldados, Heracles dejó a las yeguas al cuidado de Abdero y marchó el solo contra el ejército de Diomedes, dándoles muerte gracias a su divina fortaleza. Pero, durante el combate, las poderosas yeguas habían intentado escapar y regresar con su amo, arrastrando a Abdero por el suelo durante kilómetros, produciéndole así una dolorosa muerte.
Pero justo cuando las yeguas llegaron cerca de su amo, Heracles asestó un golpe mortal a Diomedes y arrojó su cuerpo, aún caliente, a las yeguas, quienes no dudaron en comérselo. Los soldados, asustados por el terrible destino de su rey, y pretendiendo no repetirlo, huyeron a toda velocidad de vuelta a Tracia.
Las yeguas, sin embargo, se habían vuelto mansas tras haber devorado a Diomedes, lo que Heracles aprovechó para atarlas al carro del difunto rey y llevárselas a Micenas. Pero antes de emprender camino, cerca de donde había tenido lugar la batalla, fundó la ciudad de Abdera, en honor a su amigo muerto.
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