Odiseo y las sirenas
Tras regresar de su descenso al Hades, Odiseo y sus hombres volvieron a recalar en la isla de Eea, donde vivía Circe. Tenía que enterrar el cuerpo de su compañero Elpenor antes de proseguir su viaje. Allí, la hechicera los recibió y alimentó. Sin embargo, esperó a estar a solas con el rey de Ítaca para prevenirlo sobre los peligros que les aguardaban.
El siguiente reto serían las sirenas. Todos aquellos que las oían ya no regresaban a su hogar. Hechizaban a los marineros con su canto y los atraían en el prado en el que esperaban sentadas en medio de huesos aun cubiertos con piel.
Los marineros deberían colocar un tapón de cera en sus oídos para así poder pasar de largo la isla sin peligro. Pero Odiseo tenía la oportunidad, si quería, de escucharlas si ordenaba a sus hombres que lo ataran al mástil para impedir que se lanzara hacia ellas.
Cuando Circe se retiró a su palacio y Odiseo y sus hombres de hicieron a la mar, el rey compartió con los demás las instrucciones que le había dado la maga. Ésta les había enviado buenos vientos que impulsaron la nave hasta que llegaron cerca de la isla donde habitaban las funestas criaturas.
Allí, el viento cesó y el mar quedó en calma. Los marineros plegaron las velas y tomaron los remos mientras Odiseo partía trozos de cera con su espada y los ablandaba con sus manos. Una vez todos tuvieron los oídos tapados fue el turno de atar de pies y manos al mástil al rey. Éste les pidió que, si gritaba para que lo soltaran, lo amararan más fuerte.
Y así, Odiseo escuchó cómo las voces de las sirenas lo llamaban. Se dirigían a él por su nombre y prometían contarle los entresijos de lo que había sucedido en Troya, pues ellas todo lo sabían. No solo eso, sino también cuanto acontecía sobre la tierra.
El rey de Ítaca pidió a sus hombres que lo liberaran, deseando acudir junto a las sirenas. En vez de eso, dos de los marineros, llamados Perimedes y Euríloco, se levantaron para atarlo más y continuaron remando.
Cuando estuvieron tan lejos que ya no podía oírse la voz de las criaturas, los tripulantes se quitaron la cera de los oídos y liberaron a su caudillo. Habían superado con éxito ese peligro, pero no era el único que les aguardaba. Tal como abandonaron la isla de las sirenas pudieron notar el gran oleaje y el vapor de agua en el ambiente, junto al estruendo que provocaba su siguiente obstáculo en el camino: las rocas Simplégades.