Endimión era un príncipe eolio, hijo de Cálice y su esposo el rey Etlio, aunque las malas lenguas decían que su verdadero padre era Zeus.
Endimión era un apasionado de la astronomía, y se pasaba las noches observando las estrellas del firmamento. Sin embargo era la brillante Luna la que más atracción le causaba y, durante horas, solía perderse en sus pensamientos mientras la miraba atentamente antes de caer dormido.
Pero, cosa insólita, la propia Luna —a quien los griegos conocían por el nombre de Selene— también se había fijado en el joven mortal y poco a poco fue enamorándose de él. Sin embargo el amor de Endimión y Selene parecía imposible, pues tan solo podían verse durante la noche. Además ella era inmortal, así que su amor tenía las horas contadas. Por ello, el joven eolio pidió a Hipnos, dios del sueño, que le permitiese caer en un sopor profundo y eterno, siempre que pudiese mantener los ojos abiertos para poder observar a su querida Selene.
Y así, aparentemente muerto, sus seres queridos construyeron un santuario para el cuerpo inerte, pero incorrupto, de Endimión. Allí, libre de miradas indiscretas, Selene bajaba cada noche a visitarlo y, así, pudieron estar juntos para siempre.
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