Un buen día, Zeus y Hermes llegaron a una aldea de las montañas de Frigia disfrazados de simples mortales; unos viajeros que buscaban la hospitalidad de los vecinos para pasar la noche. Llamaron a las puertas de cada casa, y en todas ellas les negaron la ayuda.
Entonces llegaron a una pequeña choza en la que vivía un matrimonio de ancianos, Filemón y Baucis. El hombre les pidió que tomaran asiento y la mujer avivó el fuego y preparó la comida mientras entretenían a los visitantes charlando.
La pareja les ofreció todo lo que tenían a su disposición, por poco que fuera. Un cubo de agua caliente para los pies, un colchón relleno de algas del río para que fuera más blando y toda la comida que podían ofrecer en su sencilla vajilla de barro y madera.
Los ancianos se dieron cuenta de que la crátera de vino no se vaciaba por más que lo servían y sospecharon que sus huéspedes no eran unos simples viajeros. Pidieron perdón por un banquete tan humilde y los pocos preparativos y se dispusieron a matar al único animal que poseían, un ganso, en honor a los invitados.
Pero el ganso escapaba de ellos y el matrimonio, tan anciano, tenía dificultades para darle alcance. El animal se refugió junto a los dioses, que prohibieron a Filemón y Baucis que lo sacrificaran. Entonces revelaron su verdadera identidad y les dieron un aviso: iban a castigar a todo el pueblo menos a ellos, por lo que debían seguirlos hasta la cima de la montaña.
Ambos hicieron lo que los dioses decían y a duras penas consiguieron seguir su paso. Cuando casi habían alcanzado la cima se volvieron y vieron la aldea inundada por la laguna, exceptuando su choza. Ésta se transformó en un magnífico templo de mármol.
Una vez ejecutado el castigo a los impíos vecinos de Filemón y Baucis, Zeus quiso recompensarlos con un premio y les preguntó qué deseaban. Los ancianos lo tenían claro: ser sacerdotes de ese templo y custodiarlo hasta su muerte, y que, cuando llegara ese momento, murieran los dos a la vez para que uno no tuviera que enterrar al otro.
Ese día llegó tiempo después, mientras la pareja estaba sentada frente a las gradas del santuario. Ambos comenzaron a convertirse en árboles a la vez, con el tiempo justo de despedirse antes de guardar el templo para siempre en forma de una encina y un tilo.
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