Cuando los dioses griegos se habían instalado en Roma y cambiado sus nombres, Júpiter (Zeus), como era habitual en él, se enamoró de una náyade, la bella Juturna. Pero ella, inmune a los deseos amorosos del dios, se ocultaba de este entre los avellanos o en los ríos cercanos, impidiéndole satisfacer sus pasiones.
Pronto Júpiter reclamó la ayuda del resto de ninfas acuáticas, ordenándoles evitar que su hermana se zambullese en las aguas del Tiber para escapar de él. Y todas cumplieron, a excepción de una.
Era esta la imprudente Lara, conocida por su despreocupada charlatanería. Y tan dada a hablar de más era, que no dudó en acercarse al lago de su hermana Juturna y contarle los planes que Júpiter tenía para ella; instándola a mantenerse alejada de las orillas que sus otras hermanas custodiaban. Y en su inconsciencia también se acercó a Juno (Hera), la esposa del dios. Y Lara, compadeciéndose de las casadas, le reveló a Juno que su infiel esposo estaba enamorado de una náyade y cómo pretendía que las propias hermanas de esta ayudaran al dios a yacer con ella.
Cuando Júpiter, increpado por su esposa, fue consciente de la traición de Lara, no dudó en arrancarle la lengua a la ninfa para evitar que volviera a inculpar a nadie. Y, sintiendo que no era suficiente castigo, mandó a Mercurio (Hermes) llevarla a un lugar apropiado para los silenciosos: al hogar de los manes (las almas de los muertos), donde sería para siempre ninfa custodia de la laguna soterrada.
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