Tras la construcción del laberinto, Dédalo no soportaba más su exilio. Pidió a Minos poder volver a Atenas. O incluso morir, pero que permitiera ir a Ícaro, el hijo que había tenido con una esclava del rey: Náucrate. Sin embargo, Minos no atendió a su súplica y lo mantuvo en Creta.
El rey controlaba las rutas marítimas, así que le bloqueaba la salida también por esa vía. Al inventor sólo le quedaba el aire. Comenzó a recoger las plumas de las aves y con ellas fabricó unas alas. Las dispuso en hileras de las más grandes a las más pequeñas, las ató entre ellas con lino y las pegó con cera. Luego les dio la curvatura adecuada para imitar las de verdad.
Mientras tanto, Ícaro se dedicaba a lo que hacen los niños: incordiar al padre mientras trabaja. Intentaba coger las plumas al aire, le ablandaba la cera con el pulgar… Pero, al fin, Dédalo consiguió acabar el invento y lo probó consigo mismo. Suspendido en el aire, viendo que funcionaba, dio instrucciones a Ícaro.
Aconsejó a su hijo que no volara demasiado bajo, o el agua mojaría las alas y las haría pesadas. Tampoco demasiado alto, o el calor del sol las derretiría. En cuando a la dirección, no debía dirigirse ni hacia la Osa Mayor (el norte) ni hacia Orión (el sur), si no que debía ir detrás de él en todo momento y seguirlo. Dicho esto, colocó las alas a su hijo y ambos emprendieron el vuelo.
Dejaban ya atrás las islas Cícladas y asombraban a los pescadores con los que se cruzaban, que pensaban que eran dioses. Dédalo vigilaba en todo momento a su hijo con preocupación, pero éste poco a poco iba cogiendo soltura. Y entonces el niño se envalentonó y empezó a volar más alto a pesar de las advertencias de su padre. Pasó lo que era de esperar; el sol derritió la cera de sus alas y las plumas se despegaron.
Ícaro agitó los brazos, pero ya no tenía plumas en ellos. Cayó al vacío llamando a su padre, que nada pudo hacer por él. La zona del mar en la que cayó llevaría más tarde su nombre, Mar de Icaria; el que separa las Cícladas de la costa de Asia Menor. En la isla más cercana, que también tomó el nombre del desgraciado Ícaro, Dédalo enterró su cuerpo. Y, mientras lo hacía, escuchó el alegre canto de la perdiz.
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