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La muerte de los hijos de Níobe

Níobe era la hija de Tántalo, y reinaba en Tebas junto a su marido Anfión. Con él había tenido numerosos hijos, que eran para ella su más preciado tesoro. Es por ello que, habituada al lujo y a la adulación, se jactaba no solo de ser rica y poderosa sino de ser la más feliz de las madres.

Mientras paseaba junto a su séquito personal por las calles de la ciudad, toda engalanada y altiva, Níobe se cruzó con una muchedumbre que quemaba incienso en honor a Leto y su progenie: los divinos Apolo y Ártemis. Níobe, pecando de soberbia, ordenó poner fin a la ceremonia de inmediato. No alcanzaba a entender por qué habría de rendirse culto a Leto cuando la diosa tan solo tenía dos hijos, mientras que ella, hija del gran Tántalo y reina de Tebas, tenía catorce: siete varones y siete hembras. «Es a Níobe, nieta y suegra de Zeus, a quien debería adorarse en los altares, y no a alguien con la séptima parte de partos que ella», dijo altivamente. Leto, al escuchar tales afrentas desde lo alto del monte Cinto, se indignó con Níobe y mandó llamar a Apolo y Ártemis de inmediato. Ellos sabrían poner remedio a la soberbia de la reina tebana.

Fue así como, por mandato de su madre, el flechador Apolo asaeteó a dos de los hijos varones de Níobe mientras estos cabalgaban. Un dardo en el pecho acabó primero con Ismeno. Tras girarse al escuchar el gemido de su hermano, fue Sípilo el que cayó al suelo con una flecha atravesada en su cabeza.

Fédimo y Tántalo murieron sin embargo mientras se ejercitaban en la palestra. Justo en el momento en que practicaban entre ellos el combate cuerpo a cuerpo una misma flecha atravesó a ambos y acabó con sus vidas. Alfénor, quien se encontraba de espectador, corrió a auxiliar a sus hermanos cuando se encontró herido por una flecha que se clavó en su pulmón y que le causó la muerte al serle arrancada por el dios.

A Damasicton, el más fuerte de los hermanos, una flecha se le clavó en la parte blanda de la rodilla. Mientras intentaba extraerla, otro proyectil se insertó profundamente en su cuello, clavándose hasta las plumas que ejercen de tope. Solo Ilioneo, el último de los varones con vida, se dio cuenta de lo que ocurría y pidió clemencia a los dioses. Apolo parecía conmovido por su súplica, pero era demasiado tarde, pues ya había disparado la flecha que finalmente acabó con la vida del último hijo de Anfión. Esta muerte fue, sin embargo, menos cruenta que la de sus hermanos, pues la saeta apenas le rozó el corazón, sin apenas profundizar, antes de que dejase de respirar.

Las noticias sobre el cruel destino de los príncipes volaron y pronto llegaron a palacio. Mientras una encolerizada Níobe blasfemaba contra los dioses por permitir la muerte de sus hijos varones, el rey Anfión, no pudiendo soportar tal dolor, se dio muerte atravesándose el pecho con la espada.

Llegó el momento del entierro, pero ni siquiera rodeada de sus siete hijas la aún dolida Níobe fue incapaz de refrenar su ira, y mientras abrazaba y besaba los fríos cuerpos de sus hijos varones volvió a mostrar su tremenda soberbia: «Leto, aún después de tantas muertes, en mi desgracia me quedan todavía más hijos que a ti en tu felicidad». Pero tras decir estas palabras una lluvia de flechas, disparadas por Ártemis, empezó a caer sobre las hijas de Níobe. Fue así como una a una se unían a sus hermanos en la muerte. «Una, déjame una, la más pequeña» suplicó Níobe, pero su postrera petición no le fue concedida.

Y fue así como, desposeída de todos sus vástagos, Níobe se quedó rígida para siempre, convertida en frío mármol.

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