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Aura y el castigo de Ártemis

Aura era una doncella, hija del titán Lelanto y la oceánide Peribea. Habitaba cerca del monte Díndimo, en Frigia, y allí cazaba junto a Ártemis. Era veloz como el viento y escapaba del comportamiento y los gustos femeninos habituales. No mostraba ningún interés por los hombres y prefería cazar grandes fieras, como leones y osos salvajes, que ciervos y pequeñas liebres.

Un día, mientras descansaba en las horas de más calor, Aura se quedó dormida sobre la hierba. Durante su sueño tuvo una visión: Eros cazaba en los bosques, mientras su madre Afrodita y Adonis, el amante de ésta, lo observaban. Cuando se cansó de cazar tomó como presa a una leona, a la que mantuvo viva y ofreció a su madre:

«Madre, traigo aquí a la virgen Aura, que inclina su cuello ante ti. Gracias, ceñid las correas del cesto del cortejo nupcial, ya que tamaña aflicción ha vencido a esta leona invencible.»

Al despertar, Aura se enfureció, pero continuó con sus actividades.

Un caluroso día de mediados de verano, la joven se encontraba cazando con Ártemis y la diosa decidió ir a refrescarse. Aura condujo su carruaje hasta el río Sangario, y allí lo detuvo para que su señora y el cortejo que la acompañaba se bañaran. Las demás mantuvieron la vista gacha con prudencia y decoro, pero Aura la miró descaradamente e hizo comentarios jocosos sobre el cuerpo de la diosa. Se burló de las formas femeninas de ésta, que más parecían de una diosa hecha para recibir amantes, en comparación con sus propias formas duras de cazadora.

Ártemis, enfurecida, acudió a Némesis en busca de venganza por la osadía de las palabras de Aura. Némesis, sin embargo, se negó a matarla o convertirla en piedra por respeto a su sangre, ya que ella también era descendiente de los titanes. A cambio le prometió que la desvergonzada joven perdería su virginidad por haberse burlado de la de Ártemis.

Némesis acordó con Eros que hiciera que Dioniso se enamorara de ella. El dios la observaba correr y cazar con su túnica al viento y se desesperaba por ardiente deseo que sentía. Sin saber qué hacer, una ninfa le advirtió de que no conseguiría convencerla; la única manera de tenerla sería por la fuerza.

Mientras pensaba en cómo llevar a cabo sus intenciones se le presentó la ocasión perfecta. La doncella buscaba un manantial donde saciar su sed y el dios hizo brotar uno de vino en su camino. Aura bebió de él y sintió que un sopor la invadía. Se quedó dormida junto a un árbol y Dioniso aprovechó la ocasión para consumar su deseo.

Cuando despertó, la doncella se vio deshonrada y enloqueció de la furia. Sin saber quién había sido, se dedicó entonces a perseguir y matar a los habitantes de la zona: pastores, labradores, cazadores… Ninguno escapaba a su ira.

Más aun fue su desesperación al descubrir que había quedado embarazada, y en muchas ocasiones cruzó por su mente el clavar su cuchillo en el vientre. Así se encontró con Ártemis, que se burló de su situación y su virginidad perdida.

Sola, en medio del monte, comenzó el parto de Aura, y allí maldijo una vez más a Ártemis. Deseó llegar a ver con sus propios ojos a la diosa en esa tesitura: deshonrada y pariendo con dolor. La diosa se apareció y, por esos improperios, contuvo el nacimiento para prolongar el sufrimiento de la joven. Aún después de liberarla y permitir el alumbramiento, Ártemis continuó burlándose de ella.

La joven dio a luz a dos gemelos y los dejó en el cubil de una pantera para que los devorara. Sin embargo, el animal los limpió y amamantó como si fueran sus hijos. Enfurecida, Aura cogió a uno de ellos y lo mató. Ártemis, horrorizada por el cruel acto, cogió a su otro hijo y se lo llevó a buen recaudo.

Aura, por su parte, se dirigió al río Sangario y se zambulló en él, dispuesta a morir antes que seguir viviendo con su deshonra. Zeus se apiadó de ella y la transformó en un manantial. Ártemis, por su parte, llevó al niño junto a su padre y le dieron el nombre de Iaco.

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