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Ío y Zeus

Ío era una sacerdotisa de Hera en la ciudad de Argos, hija del dios fluvial Ínaco y la ninfa Melia. Un día que volvía de ver a su padre, Zeus la vio y quedó prendado de su belleza. Le pidió que fuera a la parte más sombría del bosque para poder tener relaciones en la intimidad y le dijo que no temiera, que él la protegería de las fieras que pudiera haber por el camino.

Pero la fiera a la que temía era precisamente la que hablaba. Ío huyo, y entonces Zeus cubrió todo con una espesa niebla. La muchacha, desorientada, se detuvo, y allí fue donde el dios aprovechó y la tomó.

Hera, mientras tanto, observaba desde lo alto, extrañada por esa niebla surgida de la nada. Como ya conocía a su marido, de inmediato sospechó. Lo buscó por el cielo y, al no encontrarlo, se dirigió directamente hacia el sospechoso fenómeno y ordenó que se retirara.

Allí pilló a Zeus, que, antes de que se esfumara del todo la niebla, transformó a Ío en ternera para disimular. Hera se hizo la tonta y empezó a hacerle preguntas sobre el animal, y Zeus le respondió que había nacido directamente de la tierra. Entonces, la diosa lo puso entre Escila y Caribdis —es decir, entre la espada y la pared— y reclamó a Ío como regalo. Su esposo, por supuesto, no quería entregársela, pero no hacerlo hubiera sido más sospechoso. A regañadientes, Zeus se la dio.

Hera le dio la ternera a Argos, un gigante con cien ojos que solía ejercer de guardián y le era leal. Durante el día vigilaba a Ío dejándola pastar, y por la noche la encadenaba. Ella se asustaba de su propio reflejo y de su voz, pues cuando intentaba pedir ayuda, solo salían mugidos. Las náyades del río y su propio padre no la reconocían hasta que consiguió escribir un mensaje en el polvo con su pezuña.

Su padre, al darse cuenta de que esa ternera era Ío, se lamentó amargamente. ¿Por la suerte de su querida hija? ¡No! ¡Porque no iba a tener nietos! Este es el extracto:

«Yo, en mi ignorancia, te preparaba el tálamo y las antorchas nupciales, tenía esperanza de tener primero un yerno, luego nietos. Un marido del rebaño deberás tener ahora, y unos hijos del rebaño. Y no se me permite poner fin con la muerte a una pena tan grande; el ser un dios me perjudica: la puerta de la muerte, cerrada para mí, alarga mis pesares por toda la eternidad».

Argos separó a padre e hija y se llevó a Ío a otros pastos mientras él la vigilaba desde una cima cercana, desde la que podía ver en todas direcciones.

Y, por fin, Zeus empezó a sentirse mal por lo que estaba padeciendo Ío y ordenó a Hermes que matase a Argos. Éste voló hacia allí y se camufló quitándose el sombrero y las sandalias aladas y reuniendo a unas cuantas cabras por el camino. Se apareció ante el gigante haciendo que pastoreaba mientras tocaba una flauta hecha de cañas.

Argos, embelesado por su música, le pidió que se sentara junto a él. Y allí Hermes le contó historias y tocó música mientras los cien ojos de Argos se iban cerrando del sueño. Hermes terminó de adormecerlo con su caduceo y después le cortó la cabeza.

Hera, apenada por la muerte de su fiel sirviente, conservó sus ojos en las plumas de los pavos reales, animal que le está consagrado. Enfurecida por lo sucedido, mandó a las Erinias para atormentar a Ío, que caminó hasta llegar a la orilla del río Nilo. Allí se dejó caer, implorando la muerte para terminar con su sufrimiento.

Por fin, Zeus consiguió aplacar la ira de Hera jurándole que esa relación no había significado nada, e Ío pudo recobrar su forma humana. Allí dio a luz a Épafo, que llegaría a ser rey de Egipto y que también sufrió a manos de la reina de los dioses. Pero esa, como se suele decir, es otra historia.

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