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La locura de Áyax

El valeroso Áyax se había disputado con el astuto Odiseo las armas del fallecido Aquiles. Tras haber perdido, el héroe se retiró a su nave, pero no consiguió comer nada ni conciliar el sueño.

Cuando los demás aqueos se hubieron dormido, Áyax volvió a ponerse la armadura, cogió su espada y salió, maquinando su venganza. Se imaginaba incendiando las naves y matando a todos sus enemigos. Aunque solo necesitaba eliminar a uno: Odiseo. Lo despedazaría miembro a miembro.

Pero Odiseo no solo era un enemigo poderoso por su astucia; también por ser el protegido de la diosa Atenea. Ésta hizo que una rabia cegadora se apoderara de él. Áyax, avanzó con una furia incontenible, sembrando el terror a su alrededor. O eso pensaba él.

Llegó el amanecer, y Áyax continuaba fuera de sí. Pero, en vez de a los aqueos que sentía que lo habían traicionado, estaba atravesando al ganado con su acero. Las ovejas caían una tras otra sobre el polvo. Mientras tanto, Menelao se lamentaba a su hermano del error que habían cometido. Tras Aquiles, su mejor guerrero era Áyax, y en esa situación, lo más probable es que los matara a todos.

Agamenón respondió que no era culpa de ellos, sino de los dioses. Eximía así de la culpa a los aqueos y al propio Áyax, reconociéndolo como uno de los más valiosos guerreros que tenían. Y mientras los caudillos hablaban, los pastores huían despavoridos. Ya que no podían salvar a sus animales, intentaban no perecer ellos mismos a manos del rey de Salamina.

Áyax, con el rostro desencajado y una sonrisa desquiciada, miró a un carnero que acababa de matar y le dijo, tomándolo por Odiseo:

«Yaz ahora en el polvo, pasto de perros y aves, pues ni siquiera te protegieron las gloriosas armas de Aquiles, por las que te ponías a competir insensatamente contra uno mucho mejor. Yaz, perro, pues no gemirá por ti, estrechándote entre sus brazos con un dolor insoportable, tu esposa legítima junto con tu hijo, ni tus progenitores, para quienes no serás tú, como esperaban, el buen recurso de su vejez, porque es que, lejos de tu patria, aves y perros despedazarán tu cadáver.»

Quinto de Esmirna. Posthoméricas, V, 442-448.

En ese momento, Atenea disipó su locura y Áyax quedó estupefacto, viendo a su alrededor la masacre de ovejas. Ahí terminó de quebrarse su ánimo y lanzó un lamento a los dioses. ¿Por qué lo odiaban tanto? Debería haber pagado Odiseo, y no los animales indefensos. Maldijo a los aqueos, y especialmente a Odiseo y a Agamenón. Les deseó penurias en el combate y en su regreso a casa.

No creía merecer estar rodeado de gente tan inferior moralmente a él, y que tan rápido había olvidado sus hazañas. Entonces cogió su espada. La misma que le había regalado el honorable Héctor tras el combate que ambos habían mantenido. Alzándola frente a sí, se la hundió en la garganta. Áyax el Grande, rey de Salamina y uno de los mayores héroes de la Guerra de Troya, moría de esta manera, desplomándose sobre el polvo.

Hasta ese momento, ninguno de los aqueos se había atrevido a acercarse. Pero al verlo caer se aproximaron todos en masa, lamentándose con gran dolor. Teucro, al ver a su hermano muerto, intentó seguir sus pasos. Sin embargo, sus compañeros lo apartaron por la fuerza de su espada. Cayó entonces sobre Áyax, gimiendo desconsolado. Junto a él lloraba también Tecmesa, que había empezado siendo una prisionera, pero había acabado tomándola por esposa.

También se unió a quienes lloraban su muerte el propio Odiseo, deseando no haber competido nunca contra Áyax por las armas. Pero, al igual que Agamenón, diciendo que aquella desgracia había sido culpa de los dioses y no suya.

Los aqueos prepararon una pira y llevaron el cuerpo, que acostaron en medio de valiosas ofrendas. Una vez que la carne se hubo consumido, recogieron sus huesos y los metieron en una urna de oro que enterraron después en un túmulo en el Reteo. Después volvieron a sus naves, temiendo que llegara la noche y los troyanos les atacaran cuando ya no contaban con la fuerza y el valor de Áyax para defenderlos.

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