Durante la guerra de Troya, Aquiles mató a tantos enemigos en las aguas del cercano río Escamandro que el dios fluvial que lo habitaba se enfureció. Quería convertir su cauce en el sepulcro del héroe de los aqueos y enterrarlo con tanta arena y barro que sus compañeros no fueran capaces de recuperar el cuerpo.
Hizo crecer su caudal y elevó una gigantesca ola, que arrastraba la sangre y los cadáveres de los troyanos derribados, con la intención de arrollar a Aquiles. Pero Hera, viendo peligrar al más destacado de sus protegidos, mandó a su hijo Hefesto a detener al dios fluvial.
El dios quemaría primero los cadáveres de la llanura y luego extendería su fuego prodigioso, que podía arder incluso en el agua, a los márgenes y al propio río. El Escamandro, viendo sus aguas burbujear con el intenso calor, desistió en su empeño al no poder enfrentarse en igualdad de condiciones a Hefesto. Pero también se dirigió a Hera; él no tenía por qué defender a los troyanos, pero pedía que Hefesto tampoco hiciera lo propio con los aqueos. No debían luchar entre dioses por asuntos de mortales.
Hera pidió a Hefesto que se retirara y dejara a Escamandro. Sin embargo, lo de no defender a los mortales era algo más difícil de cumplir, ya que muchos de los dioses estaban implicados directamente y tenían opiniones muy diferentes. Por ello, este incidente entre Escamandro y Hefesto provocó una batalla aun mayor entre los propios olímpicos.
Ares aprovechó la situación para vengarse de Atenea. Ésta había guiado la lanza de Diomedes, que llegó a rasgar la piel del dios. Se lanzó contra ella para atacarla y le asestó un golpe con su lanza en la égida. Atenea retrocedió y agarró una piedra que servía de mojón en las tierras de la llanura troyana. Con ella le acertó en el cuello que hizo que Ares cayera desplomado, ensuciándose la melena con el polvo del suelo.
Atenea se burló de su osadía por querer rivalizar contra ella, que era muy superior. Y en cuanto desvió la mirada, Afrodita aprovechó para intentar llevarse a rastras a Ares entre sollozos. Pero Hera se dio cuenta y avisó de ello a Atenea, ordenándole que la detuviera. Atenea golpeó en el pecho a Afrodita con sus manos desnudas y la diosa de la belleza se desplomó junto al cuerpo de su amante.
Poseidón se dirigió entonces a Apolo y le preguntó si no deberían pelear ellos también. Sería una vergüenza volver al Olimpo sin haber combatido. Lo ofreció empezar él para darle ventaja, puesto que era más joven y, por tanto, más inexperto. El dios del mar echó en cara a Apolo que apoyara a los troyanos después de lo que les habían hecho a ambos en tiempos del rey Laomedonte. Ambos dioses habían participado en la construcción de la poderosa muralla de Troya, pero Laomedante no les había pagado lo acordado al terminar.
Pero Apolo era también partidario de no luchar contra los suyos por esa causa y dejar que fueran los mortales los que resolvieran sus propios asuntos, por lo que rechazó entablar batalla contra su tío.
Ártemis, la hermana de Apolo, le recriminó con dureza su negativa a luchar. Consideraba que, de esa forma, regalaba la victoria y la gloria a Poseidón. Su hermano no le respondió, pero sí lo hizo Hera. Muy ofendida porque Ártemis creyera que ella o Apolo podían ser rivales dignos de la primera generación de dioses, le dirigió estas palabras:
«¡Cómo! ¿Es que tú, impúdica perra, ansías ahora oponerte a mí? Temible soy yo para ti si deseas rivalizar con mi furor, por mucho que seas arquera y que Zeus te haya hecho una leona para las mujeres y te haya otorgado matar a la que quieras. Mucho mejor es que sigas exterminando por los montes fieras y agrestes ciervas antes que medir tu fuerza con los poderosos. Mas si quieres instruirte en el combate, te vas a enterar de cuán superior soy a ti, aunque rivalizas con mi furor.»
Diciendo esto, Hera agarró a Ártemis por las muñecas con una mano, mientras con la otra le quitaba el arco y le golpeaba en las orejas con él. Cuando la soltó, la diosa arquera huyó entre llantos, dejando atrás su arco.
Se encontraba presente también Leto, la titánide madre de Apolo y Ártemis. Hermes le dijo que no osaría enfrentarse a ella; era arriesgado luchar contra las mujeres de Zeus. Por ello, prefería cederle la victoria y dejaría que presumiera de haberlo vencido con gran violencia. Leto recogió los restos del arco de su hija y fue a entregárselo.
Tras eso, Ártemis fue al Olimpo y se sentó en las rodillas de su padre, llorosa. Cuando Zeus, riendo con dulzura, le preguntó quién le había hecho daño, ella respondió:
«Padre, tu esposa me ha maltratado, Hera, de blancos brazos, por cuya culpa los inmortales han trabado disputa y contienda.»
En la tierra, Apolo se dirigió a Troya, preocupado por si los aqueos tomaban la ciudad ese día. Mientras tanto, los demás dioses volvieron al Olimpo, unos irritados y otros orgullosos de sí mismos.
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