Clitia y Leucótoe
El dios Helios era un reconocido mujeriego que sentía especial predilección por las ninfas. Tuvo, de hecho, hijos con las oceánides Perseis, Clímene y Rodo; pero también, en otra ocasión, se prendó de dos hermanas, hijas del rey Órcamo y de la ninfa Eurínome.
Estas muchachas se llamaban Clitia y Leucótoe. Clitia estaba terriblemente enamorada del dios del sol, hasta tal punto que siempre lo seguía con la mirada en su diario peregrinaje del este al oeste a bordo de su carro tirado por caballos de fuego. Lógicamente esto no le pasó desapercibido a Helios, quien todo lo veía desde el cielo, e inició con Clitia una relación esporádica.
Pero un día que Helios había bajado a visitar a Clitia, se fijó en la otra bella muchacha con la que ésta compartía sangre. No era ni más ni menos que la propia hermana de Clitia, la princesa Leucótoe. Entonces Helios tramó un diabólico plan. Sin ningún tipo de escrúpulos se transformó en Eurínome, madre de ambas, y entró en los aposentos de Leucótoe, quien se encontraba hilando junto a sus sirvientas. Con total familiaridad, como si de su verdadera madre se tratase, le dio un beso en la mejilla a Leucótoe y les pidió a las sirvientas que abandonasen el cuarto, pues debía hablar en privado con su hija.
Una vez solos, Helios recuperó su forma original y tras presentarse orgullosamente se abalanzó sobre la sorprendida muchacha, que reaccionó instintivamente rechazando el brutal abrazo del dios. Pero Helios se aprovechó de su divina potencia y forzó sin miramientos a la asustada Leucótoe.
Mientras tanto Clitia, que se encontraba impaciente esperando al dios en su lecho, salió a buscarle y le sorprendió en la habitación de su hermana. Celosa, e inconsciente de la auténtica situación, salió corriendo a avisar a su padre de que su hermana estaba yaciendo con un hombre. Al enterarse Órcamo, lleno de ira, acudió hacia la habitación de Leucótoe, donde ésta se encontraba tendida en el suelo llorando. Leucótoe intentó explicar a su padre que acababa de sufrir una violación, pero Órcamo no la creyó y, encolerizado por lo que él consideraba una deshonra, sentenció a su hija a morir enterrada viva.
Cuando Helios se enteró de lo ocurrido acudió raudo hacia el montón de tierra bajo el que yacía Leucótoe. Con sus rayos abrió un agujero sobre aquella tierra recién removida, pero ya era demasiado tarde y el rostro de Leucótoe se había tornado totalmente blanco. Helios intentó sin éxito salvar a la joven ninfa, pero pese a su enorme poder divino era incapaz de devolver la vida a los muertos.
Fue entonces cuando roció con oloroso néctar el frío cuerpo de Leucótoe y éste, de inmediato, empezó a derretirse y filtrarse en la tierra. Y de allí surgió una rama de incienso, que desde ese momento serviría para perfumar los hogares de la gente.
En cuanto a Clitia, tras el terrible suceso ocurrido con Leucótoe, Helios dejó de visitarla. Pero la ninfa, en su encegamiento, seguía enamorada del dios y debido al profundo dolor por no volver a verle se dejó morir en vida, simplemente sentada noche y día mirando hacia el cielo y siguiendo con la vista el deambular del astro rey. Sus miembros empezaron a adherirse al suelo y su palidez se contagió al resto del cuerpo. Finalmente se había convertido en una planta (un girasol o, quizás, un heliotropo), pero aún entonces era incapaz de no acompañar con la mirada la trayectoria del Sol en su diario periplo por el firmamento.