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Los trabajos de Heracles (parte 10): las vacas de Gerión

La décima tarea que el rey Euristeo le encargó a Heracles era, ni más ni menos, que traerle las vacas de Gerión, un monstruoso ser con tres torsos y sus respectivos brazos y cabezas.

Heracles puso rumbo a Eritia, lugar donde habitaba Gerión, que era una isla localizada en los confines del mundo conocido, justo donde el mar se encuentra con el océano. Tras un largo viaje Heracles llegó a Tartesos, y allí donde se separan Europa y África erigió unas columnas que aún hoy día se conservan y llevan su nombre.

Desde allí se dirigió a la pequeña isla de Eritia montado en una vasija de oro que le había regalado el dios Helios. Una vez en tierra, Heracles se topó con que aquellas preciadas vacas rojas estaban custodiadas ni más ni menos que por Euritión y su temible perro de dos cabezas Ortro, un monstruo hijo de Equidna y Tifón y hermano del –más conocido– Cerbero. A ambos mató, no sin dificultad, el héroe con su clava, pero pronto acudió el propio Gerión a enfrentarse al ladrón de sus vacas y asesino de sus guardianes. Sin embargo, a pesar de su fortaleza, finalmente Gerión también cayó muerto, en este caso por una flecha.

Fue así como Heracles montó al ganado del fallecido Gerión en la vasija de Helios y volvió a cruzar las aguas hasta llegar de nuevo a Tartesos. Una vez allí devolvió, agradecido, el regalo al dios del Sol y se dispuso a llevarle el ganado robado a Euristeo.

Pero el viaje de vuelta a Micenas sería casi tan peligroso como lo había sido el resto de la misión. Al llegar a Liguria, un par de hijos de Poseidón, conocidos como Yalebión y Dercino intentaron robarle las vacas. Pagaron con la vida su osadía.

En Tirrenia uno de los toros huyó y, cruzando el mar, llegó hasta Sicilia, donde el rey Érix, también hijo de Poseidón, lo incorporó a su ganado. Heracles hubo de dejar el resto de la manada al cuidado de Hefesto y luchar contra Érix para recuperar al toro.

Ya cerca de Grecia, en la región de Tracia, Hera –que seguía enfadada con Heracles– mandó un tábano que hizo dispersarse a las vacas, quienes huyeron hasta las faldas de las montañas más próximas. Heracles las persiguió y consiguió capturar a la mayoría, pero algunas se le escaparon y acabaron volviéndose salvajes.

Cuando, ya por fin, regresó a Micenas, Heracles entregó lo que quedaba de la manada al rey Euristeo, que las mandó sacrificar en honor a Hera para aplacar su ira.

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